Im Augenblick

Lo supe cuando le ví la primera vez. Una sombra extraña venía pegada a la suya. La frialdad en los ojos con los que me pidió el primer café, el cómo reposó la mano sobre la mesada de la barra y el cómo inhaló, quizás tan corcheadamente, que se me congelaron las ganas de vivir desde los talones hasta la nariz. Golpeteó el dedo mientras la máquina de café bebía de su tiempo. Fue porque se afinaron los golpeteos con la inhalación que le miré. Se percató y dejó rodar sus ojos, pero éstos no se detuvieron y me pareció válido. Siguió contemplando cómo la barra debajo de su palma se aparecía como una oscura pecera o un agujero negro con estrellas. Fue por la dimensión espacial de esa espera que se ganó mi respeto – o mi miedo. El hombre no le temía a su vacío abiertamente. A lo único que le temía era a que no hubiera más café. Al llegar cada noche se presentaba en la barra y tiritaba con el rostro pálido, como si le faltase su propia identidad. Solo cuando la taza vacía tintineaba, su cuerpo entonces tibio, exhalaba. No me invitó, pero percibí su vacío como si fuese el mío. Cada persona trae el alma abierta en su pedido, es el primerísimo el que nunca olvido.

Ocurrió cuando una vez llegó tan pálido y tan absorto que no podía alzar la mirada, ni pronunciarme la palabra. Tomé su vacío posando lentamente mi mano sobre la barra dentro del mismo espacio visual de su mano y dije por él: Kaffee. Despertando, se encontró para su sorpresa riendo y, más, se sonrojó y se encontró en sus zapatos. Reímos juntos mientras me concentré en palpar nuevamente alguna materialidad, la de la taza de cerámica en mi manos. Luego sin mirarle, ni que me lo permitiera, se lo entregué. Cuando volvió por el segundo café de todas las noches lo encontré esperándome con la mirada abierta pidiéndome que se la contuviese. Esta vez me dijo con los ojos: Kaffee. Desde entonces le llega negro sin pedirlo, me sonríe al recibirlo y exhala. 

Nunca podría haber dudado de quien en una milonga saca un libro y sentado en la penumbra lee inverosímil y atentamente. Unas semanas más tarde comenzó a pedirme, junto con el café, dos velas. Se ofrecía así a rellenar su candelabro antes de quedarse a oscuras. A nadie podría negarle la tenue luz de la lectura. Una noche noté que sí bailaba cuando tuve que intercambiar con una servilleta la vela que había utilizado como señalador. Hasta esa noche ella llegaba y se iba seca. Llegaba y se iba relajada, sin prisa y sin pausa. A mis ojos desapercibía, pero no a su gentileza. Era una de esas noches solitarias en las que la milonga permanecía abierta para las pocas almas que nos quitaban la pena. 

Llevando en alto la bandeja negra sobre el suelo de madera caminaba hurgando con la mirada entre mesas, tapizados y muebles. Se me cruzaron las líneas del parquet con sus zapatos oscuros y unas piernas maduras y gentiles que reposaban en un antiguo sofá. Cierta proximidad entre los tobillos me sugirió no desnudarles y continué mi tarea buscando botellas vacías entre las patas de los muebles y de los altavoces sin mirarles. Al volver por la misma senda sentí una explosión de risas hacer vibrar al aire entre las flores. Percibí a los sonidos guturales ser recibidos por la nada y a los candelabros en pequeños abrazos consumarse. Me encontré en un orígen, solo sobre la pista de baile. En ese momento supe que, de alguna manera, él se sirvió del vacío y nos sostuvo a los tres. Las risas se abrazaron a la soledad de las pesadas cortinas de terciopelo rojo. Él se habría sentado primero y ella, sin conocerle, habría ido a parar a su sillón cansada de los días de la semana en la escuela y, quizás, no habría bailado aún ni lo haría en toda la noche. Algún comentario les habría hecho reflejarse por algunos segundos y al ver al infinito frente a frente, así, seguirían contemplándose, riendo.

El fin de semana siguiente bailaron por primera vez. Ella saldría de la escuela normal despidiendo a los niños y los padres, él saldría sabe quién de dónde ni hacia a dónde qué, pero saldría esperando al siguiente sábado. Es que yo también hubiera esperado para decantar lo colapsado, dejar a su huella gravarse en mi tiempo y darle libertad al fruto. Solo así yo también llegaría auténtico al siguiente abrazo.

Luego de la noche de la primer tanda siguieron encontrándose sin cita concertada en la milonga. Ella se iba empapada y él me pedía cuatro cafés, para poder exhalar cuatro veces. El libro quedó así nostálgico de las noches de vela. Por lo general ella llegaba temprano, él llegaba presentándose in-identificablemente por su café y una hora más tarde les vería pasar por la pista de baile derritiéndose el uno por el otro, absortos en un irresistible trance. Las únicas dos cosas posibles en la vida eran ahora el siguiente encuentro en la pista de baile y el temor. Dos humanos caminando sobre el vacío. Contemplé cómo cambió la faz de la tierra desde que un solo hombre fue más feliz. En adelante él llegaría exhalado a por su café y ella llegaría con prisa y con pausa.

Aconteció que por el lapso de unas semanas me llamaron de otras milongas para reemplazar otros puestos de trabajo. Él se ruborizó al verme allí, el tercer confidente de sus estados de vacío. Luego de ocultar la mirada hacia el suelo alzó la vista preguntándome con los ojos porqué no… porqué su mundo no podría ser suyo. Disfrutaron la complicidad y fueron estrellas en un espacio ahora más amplio. Yo le bromeé que allí no le podría vender café, él recordó mi nombre y ella le miró así y yo me desarmé. Nos hemos acostumbrado los tres. Llegan por separado, bailan con otros, se les termina el mundo mientras bailan juntos y se van por separado. 

Hoy a la madrugada al salir de la milonga contemplaba cómo una forma fucsia en movimiento se reflejaba sobre el vidrio de un edificio ochentoso gris y bermellón. Por esa casualidad los veo entre la niebla, besándose debajo de un pino. Por primera vez se irán juntos, van caminando de la mano. Ajusto la luz de mi bicicleta. Viene a mi mente la imágen del libro con una vela entre las páginas que él aún a veces deja sobre la mesa para recordarme que a la espera hay que vivirla haciendo lo que uno ama.

31 octubre

Villa kreuzberg, Berlin

Creative Writing Workshop

This was my first creative writing workshop in my life! Thank you Offenes Wohnzimmer in Moabit 😀

 

Excercise 1:

There is a urban mith which says Hemmingway made a bet to his colleagues that he could write a six words story and so he wrote:

“For sale baby shoes never worn”.

We are invited to create one in only 15 mins, these where the results:

  • For more information please read again.
  • I love you not being here.
  • Lonely wonderer blinding lights eternal darkness.
  • Never feel pain again, procedure controvertial.
  • There is nothing I still am.
  • My dad was the last human.
  • Dead husband broke in last night.
  • Two plastic socks on red liquid.

Excersice 2:

Select one of our fellows six words story and write a Prologue for it.

PROLOGUE

Dear Maria,

I am finding it so hard to read what happened. I am not sure if it make me nostalgic, angry, hopefull or wholesome. Since dad told me about your situation I can only pray for you. Please believe me this is utterly not a preaching moment. You may want to receive my wishes as atomic waves or anything related to your regular scientific analysis of life. The thing is, since you left home for school your plants hace veen very hard to keep up to and I followed your recommendation to talk to them. I read on the internet that this is clearing the air and something related to a so called CO2 around them. So I did it under this approach, because they are your plants, mines, you know, I would take them on a walk to church. So, since you mooved 350 km away from our shinny green village into that crazy urban NY huzzle there was nothing else I could do for you than to take care of them. But who took care of you on your last semester when you went through all the examinations, not telling anyone about your condition, not even your beloved Hannah. Why did you decide to face it this way, detached from anyone? Well, after the police officers went through every detail of our home – what leaves me feeling almost raped – I am writing to tell you I will still take care of your plants, but you better show up. Dad is utterly destroyed.

Love you Sis,

Carmen

 

STORY

There is nothing I still am.

/ or /

I love you not being here.

M. Lopez

Im Punemente

Im Punemente

 

Duele por dentro. La primera vez me despiertan con un estrepitoso golpe. La segunda vez siento la broca perforar desde adentro de mi caja torácica y veo al enrulado metal frenar sus vueltas. No ha tocado el pulmón. Salto de un solo golpe de la cama y corro con furia hacia la puerta blanca. Corro las cortinas a dos aguas como un loco desgárrandose la camisa de fuerza:

– ¡¿Quién es el desubicado?! – grité hacia el centro del edificio- ¡¿Quién osa perforarme así de impunemente?!

Todos los albañiles frenaron por unos dos segundos sus tironeos, turbulencias, raspones, fratachadas, mediciones, reconstrucciones, planificaciones y movimientos para mirarse entre sí, primero, y luego de mirarme por un segundo más volvieron velozmente a sus labores sin responderme. 

– ¡¿En dónde está el ingeniero?! – les grité a todos. 

– Está en el baño, Señor – dijo alguna voz. 

– ¡¿Pero es esto posible?! – le respondo dando un manotazo al aire. Hay disculpame querida, no era hacia tí.

Aprieto las tiras de mi robe de chambre de caña corta sobre mi cintura, me calzo las chancletas amarillas que suelo llevar al sauna y, reabsorbiendo la impunidad que me habrían tomado sin permiso mientras dormía (o lo intentaba) atiné a bajar por un andamio, pero como tus stilettos rojos se me incrustaban en los agujeros metálicos de la escalera resuelvo primero alzarte en brazos y, aún recibiendo azotes impredecibles de tu cabello azabache en la cara, mi amor, logro bajar al suelo inferior.

-¡¿Está acá el ingeniero?!” – les grito. 

Tres hombres serios se miran tensamente sobre una gran mesa de billar en una habitación con una sola lámpara de mesa siendo ahumada por el polvo de la des-cons-trucción. Un hombre saca el cigarro de su boca como quien manipula un habano o la mano de su hija pequeña y responde con una profunda voz:

– No, mire… el ingeniero no está, si no le molesta…” – y añade a su mano un movimiento en ademán de solicitar silencio y que me retire. A la vez extiende los dedos de la palma de la otra mano señalando los planos en el centro de la mesa. La vena se me hincha en el cuello.

– ¡Si, “papá”, claro que me molesta! Si usted no controla su obra, su tripartita obra, generandome una perdida, atravesada la vena, mírela!”. 

Le abro el robe de chambre de par en par y mientras mis pertenencias privadas cuelgan impunemente, les muestro un pecho peludo que escupe tinta azul por un orificio a la altura del corazón. Giro el pecho desde mi torso para ambos costados salpicando aquí y allá, allá y aquí, y así, rebotando la protuberancia al vaivén, continúo manchando la alfombra color billar con mi enorgullecida (/ renovada) impunidad. 

Adelanto un pie descalzo, piso un poco de la tinta con el mismo y agrego:

– Y lo digo así porque ella es toda mía. 

Un segundo hombre parado de espaldas sostiene un vaso de cognac como un pequeño lego en su gigante palma, de la cual extiende ambos dedos, el dedo índice y el gordo, y con éstos en busca de apuntar mi presencia gira sobre sus pies mientras acomoda la muñeca. 

– “Eso que tiene ahí, Señor, es un soplo al corazón”. 

El hombre yergue lentamente su pesado torso con un movimiento ondulante desde la cadera relocalizando de a una cada vértebra hasta acomodar los hombros en la posición en la que me encara desalmado por completo. 

– “Eso, Señor, se hereda”. 

A travéz de la puerta abierta puedo escuchar tus tacos caminando sobre el metal del andamio. Giro rápidamente cerrando mi rojo robe de chambre y corro pasando por la bruta puerta de madera. Llego en el momento justo a sostenerte en el aire justo antes de que pudieras dar el siguiente paso en falso. Contengo el aliento al escuchar el silencio de tus stilettos, no así el de la obra en con-des-trucción. Cargándote en brazos vuelvo en un giro a entrar en la oscura habitación billar del segundo piso. Corro tus cabellos azabache de entre mis dientes y peinándote prosigo: 

– “Lo que es herencia es lo que se está remodelando en este edificio, por lo que ningún detalle debería de pasárseles. ¡A ver! ¿En dónde está el especialista en Patrimonio Cultural?”. 

El hombre del cognac dirige el peso de su cuerpo hacia el muro de cuero verde. Una vez cerca de la pared la golpea rítmicamente con sus nudillos. Unos pasos se activan en el parlante derecho. La línea blanca en la nuca de una niña de cabello azabache que lleva un vestido de puntillas sentada frente a la pantalla negra cuadrada de 30 x 30 cm de un computador de los años 80 pivota hasta apuntar el parlante desde el cual proviene el sonido. El sonido pasa del parlante a la pantalla. La línea blanca sigue al sonido contra las agujas del reloj. El aparato se encuentra sobre una pequeña mesa modal de madera laminada instalada por su padre en el pequeño cuartito destinado para la computadora. Los pasos pasan al parlante izquierdo. La niña mira a la pared de madera detrás de la pantalla. Sigue con la intuición a aquellos pasos que se siguen moviendo aún más lejos, detrás de las paredes de esa pequeña habitación. Se sujeta con ambas manos a la silla. Eleva lentamente su cadera del asiento haciendo fuerza con los biceps contra el asiento. 

Los pasos suenan ahora detrás de mí, en donde la puerta abierta, y siento la presencia de un joven hombre detrás mío. Quizás es su olor, o su respirar, lo que sea es claramente su aire ¡Y qué aire! El joven pasa por mi costado rápidamente y se acerca al arquitecto. 

– ¿Me llama, Doctor?

– Si, mire, tenemos un hombre aquí que tiene un soplo al corazón.

– ¡Válgame! ¡Nunca había visto yo uno de esos! ¿Dónde? – responde interesado el joven de unos 40 años. 

– Detrás suyo, caballero – responde el arquitecto. 

El gran hombre extiende su brazo en mi dirección dejando colgar la mano lánguidamente hacia mi sospecha, pero esta vez, educadamente, no me señala. El joven se percata de mi presencia por vez primera. Pegándose un susto exclama: 

– “¡Oh! ¡Por María y el niño discúlpeme Señoro!” -se tapa los ojos y mira al suelo. 

Impaciente le pregunto: 

– ¿Pero por qué se oculta? Yo vengo a mostraros esto – le digo abriendo aún nuevamente mi  robe de chambre, girando mi pecho de lado a lado, con la cadera siempre en peso contrapuesto, haciendo vaivén a mis pertenencias que al golpear contra mis muslos hacen eco. La tinta azul sale expulsada a un lado y al otro, al otro y a un lado, empapando la alfombra. Freno, manteniéndome abierto. 

– Dígame, ¿Qué se hace con ésto? ¡Sucede que me taladraron desde adentro mientras dormía! – replico con una pisada fuerte sobre el charco azul. (retomando mi enojo )

El joven se agacha lentamente en pequeños pasos hacia mí. Con la palma abierta hacia el suelo hace círculos como si rastrease algún metal pesado. A veces no logro verle porque tus largos cabellos oscuros se me meten por los ojos y me pican la cara, la boca y la nariz. El joven llega al charco y roza con los dedos el felpudo verde billar. Lleva los dedos a la boca manchando su pera y la comisura de sus labios con un intenso color azul ultramar. Mirándome lo degusta y traga. Luego apoya la mano entera en el charco y presiona. Escurre la tinta entre sus dedos. Acaricia la alfombra como a la piel de una fiera herida. 

– Hmmm – gime. 

Te escucho responderle – “ij ij ijss” – Te escucho herida. 

– ¿Y? ¿Va a insistir en el dolor? – le exijo impacientemente – Y usted, al que le dicen Doctor ¿Qué va a decirme?

El arquitecto niega con la cabeza y mira al joven. El joven se levanta sobre sus pies. El arquitecto le sigue con la mirada. Repentinamente el ruido de la obra en cons-des-trucción se vuelve intenso. La puerta había quedado abierta. El joven se percata de su ensimismamiento y saliendo de sí mismo con el movimiento se dirige hacia la puerta para cerrarla. Queda solo un hilo de luz abrazando el filo de la puerta flotando sobre el perfil y difuminándose en puntos de polvo en el aire. El joven especialista en Preservación Cultural corta la línea de neón con la oscuridad de su mano, sujetada la única clarividencia el hilo de oro desaparece, la línea es ahora tan solo un raspón en la madera. 

– Creo que entiendo lo que le sucede. Mire, si fuera tan gentil de acompañarme, le mostraré una habitación que hemos terminado esta misma mañana, mientras dormía, especialmente para usted – me dice invitándome a cruzar la puerta con él. 

Cierro mi Robe de chambre con angustia ¿A dónde más va todo esto a parar? Pero debo admitir que me intriga cómo podrían haber hecho algo para mí sin ninguna opinión. Basta con felicitarles, esperar a que se vayan todos los albañiles, los arquitectos también y llamar a un decorador privado. Voy a ver de que se creen que son capaces. Tu cabello oscuro entre mis ojos otra vez. Miro al suelo, se te cayó un zapato, mi amor. Me agacho para agarrarlo. Al tocar el suelo, mi miembro se mancha de azul. La presión de mi cuerpo comprime la circulación del animal herido en el suelo. Brotes de azul ultramar se escurren entre los dedos de mis pies. Tomo tu zapato y vuelvo a pararme. El Robe de chambre ahora manchado en los bordes también.

¡Qué desperdicio tu zapato, mi vida! – pienso – El charol rojo manchado de vibrante azul ultramarino servirá desde ahora solamente para algún happening, o performance experimental,  un desperdicio… No… ¡No me malinterpretes cariño! Vos no sos experimentable – te susurro corriendo suavemente tus cabellos oscuros de entre mis ojos y dientes por milésima vez. 

Camino con mis piernas descubiertas. El joven sostiene la puerta como a la salida de una pirámide. Entre el aire de polvo, el cigarro y el tufo humano, seguramente hay por ahí algún sarcófago. Caminamos por una galería de techo alto con muros y barandas de piedra que rodea al pulmón del edificio. No se puede admirar todo, aún nada, tapado por andamios y por cuerpos vivientes que percursionan sus técnicas. Van a volverme loco. Le sigo. El joven dobla por un pasillo oscuro de piedra que se abre a la derecha y dobla nuevamente a la izquierda en donde enciende un candelabro de pared con el fuego de un encendedor que saca del bolsillo de su chaqueta ¡Válganme mil cielos esas llamas! Eso sí que lo apruebo. Es una ganancia definitivamente. 

– Dígame, Señor ¿Hace cuánto que lleva ese soplo al corazón?

– Desde esta mañana les he dicho ya – le respondo con behemencia.

– Bueno, entonces está listo – dice empujando con ambas manos una gran puerta de madera.

Sostiene la hoja izquierda de la entrada con un brazo, mientras con el otro me hace el ademán de invitarme a entrar a dicha habitación.

– ¿Desea pasar usted? – sugiere amablemente. Por alguna razón no puedo entrever el interior de la habitación, sino solo los dos escalones de mármol que debo subir para pasar por la puerta. 

Sin poder pensar cómo sucede me encuentro dentro de una habitación completamente blanca sin esquinas, realizada con el más puro marmol. La forma del recinto se asemeja a una horma de queso por dentro. Los círculos concéntricos de mármol señalan en el centro un tubo quirúrgico de metal que sostiene a un metro del suelo un pequeño recipiente de plata sobre el que reposa un tubo transparente de un plástico muy flexible. Me acerco. Noto que el joven no está en la habitación y que, además, ha cerrado la entrada. Tú te has quedado con él, seguramente le tocas las duras nalgas masculinas en la oscuridad de alguna esquina de la obra en con-des-trucción. Mis nalgas ya son viejas. 

La habitación no posee ventanas ni lámparas, pero su luz me encandila, no la comprendo. Me reclino frente al artefacto metálico. Tomo el tubo plástico y observo que lleva en su extremo una válvula. Tiro de él y lo sigo con la mirada hasta que, luego de unos tres metros, desaparece por un orificio especialmente diseñado en el suelo para él que posee un borde del mismo color metálico quirúrgico. En un impulso de inocencia, sin siquiera pensarlo dos veces, apunto la válvula hacia mí y con un preciso golpe clavo la válvula en mi carne, exactamente ahí por donde el coágulo azul oscuro. Contengo la respiración. El dolor es tan agudo que siento que me desmayo. Presiono fuertemente una vez más. Encuentro que sigo aún parado en medio de una extraña sensación de vergüenza. El tubo plástico se va llenando de azul. 

Siento mi desnudez, la protuberancia me golpea fría por la tinta cuando giro sobre mi eje con la intención en vano de llevar mi pierna izquierda un paso más allá de la más céntrica circunferencia de la habitación. Mi talón derecho resbala sobre el hilo azul que sin notarlo se escabulle por entre mis muslos. La rodilla pierde el balance de mi cadera y con ambos pies en el aire caigo de cola al suelo marcándolo y salpicándolo todo de azul. 

Toco rápidamente mi pecho. La válvula sigue bien enchufada. Exhalo profundamente.

– Cálmate, cálmate Luis – me calmo a mí mismo – Qué patético mi cuerpo setentoso, larguirucho y culo fruncido – pienso. 

Muevo mi trasero. Quiero visualizar la magnitud del desastre para estudiar cómo pararme de manera segura. Inmediatamente debajo de mi cuerpo encuentro que la marca que dibujaron mis piernas al esparcir bajo presión la tinta sobre la fría e intransigente superficie se mueve por sí misma penetrando el blanco mármol, marcándolo como a un condensado algodón. Toco la mancha debajo de mí, fría y seca por fuera, viva y moviéndose dentro del suelo. La proximidad de mi ser acentúa la oscuridad del color. La distancia de mi presencia al suelo blanco imprime sobre él como una pincelada sobre papel. 

Me muevo y genero una ondeada de acuarela azul. Me paro sobre mis pies con asombro. Miro a mi costado. Me acerco dubitativamente a una de las paredes, el tubo plástico flexible se extiende sin resistencia desde su orificio en el suelo. El muro toma un tenue color blancuzco pálido hacia donde intenciono dirigirme. En la medida en la que me acerco va tomando desaturados tonos de azules aguados que se van oscureciendo y saturando con cada paso de proximidad. Freno a un metro contemplando el manchón vivo y luminoso. Doy un pequeño paso al costado, las formas me siguen. Muevo mi brazo en forma de círculo paralelo al suelo. Una línea azul dibuja su trazo con su punto más vibrante en el centro, allí a donde más se acerca mi mano extendida hacia el muro. La risa se me estalla desde la válvula implantada, pasa por mi tráquea, encuentra salida por mi garganta y abrazándome, con las manos ensangrentadas de azul, permito al sonido salir por las dos comisuras de mis labios y entre los dientes. Río, río como un loco, cada vez más fuerte. Más fuerte. Salto y dibujo una mancha en el techo. Salto nuevamente y esta vez me dejo caer sobre la pared con el rostro pegado al charco vertical. Me empujo, río, marco azul a todos mis lados. Me siento vivo, desmesuradamente. 

Camino unos pasos hacia atrás para contemplar mis manchas. Tropiezo sin querer con el tubo plástico cargado de azul, pero no caigo al suelo esta vez. Retándome tontamente lo acomodo. Al mirar el suelo noto que mis antiguas pisadas ya no están allí, doy la vuelta y veo que el centro de la mancha en el techo parece ya casi de blanco. Encuentro cómo en el gran muro azul mis manchas se borran por sus extremos, como a cada lado tres metros, los bordes se difuminan. Una cosquilla de ansiedad recorre mi pierna. 

-¡No! ¡No! ¡No! ¡Yo sabía que lo diseñarían mal! ¡Yo debo ser inolvidable! ¡Yo debo ser! Los encontraré a los tres y ya verán ¡Ya verán!

Corro al centro del recinto donde la vara metálica sostiene al tubo flexible. Cerca de él tu zapato rojo manchado de azul genera una mancha de acuarela azul sobre el suelo. De un salto llego hasta él y lo levanto ¿Debo demostrarte cómo te has olvidado otra vez algo en mí, mi amor?

Tiro con fuerza del extremo del tubo clavado en el soplo al corazón. El metal suelta la carne. 

Tus cabellos oscuros se mezclan entre mis pestañas, picando mi nariz. El joven de 40 años en el pasillo sostiene con su brazo la puerta abierta hacia adentro. Invita a alguien que no veo a entrar. 

Expiro aliviado. Al inhalar noto que no respiro y entro en pánico. Del susto me tropiezo. Mientras caigo la habitación se vuelve aún más blanca, pierdo la noción de los bordes y del tiempo. Escucho dos pasos subir los escalones de mármol. El joven da un paso hacia atrás en la oscuridad. La imágen gira y se quema. Todo lo que veo por los ojos se devela, incluso tus cabellos, finas líneas que se esfuman picándome la nariz.

 

A Carlos Saura

Lunes 30 septiembre

 

Sueño el congelamiento del mar

A Galicia y a Gabriel

 

Tenemos los bolsos listos y solamente nos falta el auto. Mi padre no quiere llevar la gran camioneta Ford Econoline Wagon developed together with Volkswagen in Argentina. We are not enough people for such a machine. It is also easier to maneuver with almost any other car. En el patio del revendedor de autos usados de Santander mi padre inspecciona qué le apetece más. Él elije un auto del tipo estanciero, con doble fila de asientos traseros por la costumbre de acostar la última fila y obtener un baúl más grande. Mi madre mira otro similar, del mismo tamaño y capacidad, pero con más espacio entre los asientos. Se deciden por este último. Un auto con tracción 4×4 de color turquesa con los vidrios polarizados. Estamos preparándonos para un viaje en carreteras por el norte de España.

Yo voy meciéndome de un lado al otro en el asiento trasero mientras subimos y bajamos las sinuosas montañas. Escucho forzosamente frases sin sentido entre dos personas auto forzadas a soportarse, que necesitan expresarlo para no morir en el ahogo. Clara incomunicación, cotidianidad dada por supuesta y reconocimiento en común. El daño colateral siempre hacia el asiento de atrás. Entre ellos, más vale malo conocido = amor verdadero. El color verde bosque húmedo pasa por los ventanales a una constante velocidad. Algún auto baja cada tanto, colores esmerilados pasan efímeramente. Subimos las montañas de Comillas hacia Covadonga.

Papá detiene el auto en un terreno que por la aparente cerca de madera campestres podría ser un estacionamiento público. Lo sugiere el suelo oscuro de tierra y el fino empedrado gris. Más civilización no es necesaria en aquella zona. El hombre baja del auto, exclama “¡Me esperan acá, eh!”, y cierra la puerta con un normal volúmen de portazo. Camina por la color húmeda pero sólida tierra, da la vuelta por la valla alta de madera y se dirige a lo que pareciera ser, por las pequeñas luces de distintos focos esparcidos entre el bosque húmedo, la evidencia de un pueblo vivo no tan lejos. Con su suerte encontrará una gasolinería donde podrá preguntar aquello. “¿Qué fue a hacer papá?”, “Ni idea, lo esperamos acá”. Mi madre toma su celular y se pone a revisar las decenas de mensajes que aún no había respondido a sus primas y familiares, para ella por fin un momento de tranquilidad.

Su “Keine ahnung” se me pega al hemisferio derecho por el cual pasa caminando una forma sinuosa a la cual venía observando acercarse, al predio público y descampado, como una forma líquida que se venía desarrollando entre el verde bosque húmedo, el marrón de la baranda de madera, los círculos titilantes del supuesto pueblo, y el gris del suelo incivilizado. Entre todo esto un rostro camina ladeando las orejas de lado a lado. Pensé que el rostro indefinido y rubio, tomaría la altura de la valla por aquel mismo paralelo por el que habría pasado la oscura cabeza de mi padre, pero no lo hace así, aunque logra una altura superior a la madera inferior de la valla, es decir, algo más alto que un perro. Su rostro se aproxima, tridimencionalizándose y, así, revelando un hocico. Su torso aparece ahora de costado mostrándome su melena y sus garras. Se me detiene el corazón. Percibo en lo profundo de la visión perimetral derecha como viene a su encuentro otro felino de su misma especie. Aquella hembra le dejaría un mensaje al golpearle el hocico con la pata. Se irían caminando dentro del bosque, más oscuro en esa zona. Detrás de ellos brota, entre la maleza, un tercero al que no le presto tanta atención como al cuarto. La cola de éste cuelga en el centro del cuadro en punto de fuga perfecto. El león tiene la piel desgarrada en la espalda y la cadera. Lleva el lomo, los huesos de la espina dorsal y de la cadera descubiertos, a carne viva. Camina lastimosamente pero aún de forma natural o integrada. La piel desgarrada no está perdida ni vendida, le cuelga, sostenida por la otra mitad de la cola aún forrada y por las patas traseras, vestidas por el horrendo accidente hasta los tobillos. Podría, gracias a las zonas cubiertas, aún caminar la temible fiera sin perder su propia piel.

El dolor en sus movimientos me hirvió el oído izquierdo o es que la sentí moverse en el asiento delantero y exclamé, antes previendo una sangrienta escena si mi padre se decidiese a volver por el mismo camino y entrase al terreno baldío que ahora más claro se entendía era el hábitat de otros: “Che, Ma, papá no puede volver por acá, tenemos que estacionarnos en otra parte”. Mamá alzó sus ojos de los anteojos que apuntaban a la pantalla de su celular y miró por el vidrio derecho y por el espejo derecho del auto. Además, estaba oscureciendo entre tanto bosque. Comprendiendo la situación y sin alarmarse respondió “Si, tenés razón, va a matarnos, pero bueno, después le explico”.

Es entonces cuando escabullí mi cuerpo, contorsioné los hombros hacia adentro y pasé entre los dos asientos. Me siento en el asiento del piloto, aunque la mujer ya está maniobrando con su propio volante dirigiendo en retroceso al auto. Palpándolo, me aseguro de que el freno de mano esté entre ambos asientos. El pedal de freno está de mi lado. Frente a mí un manubrio tapado con una toalla. El artefacto redondo es tan grande que apenas pasan mis piernas por debajo. Escabullo ahora también mi cadera y mis piernas. Toco con la punta de un pie el freno ¿O es el acelerador? Mi pie es tan pequeño, como el de un niño, mi pierna estirada asume el esfuerzo de presionar con fuerza el peldaño. Los dedos descalzos sobre la fría palanca presionan y sienten otro freno al lado, pero este solo frena las medias velocidades. Vamos bajando rápida pero contenidamente por un empedrado de Santiago de Compostella, lo supe porque frente a mí podía distinguir no solo las piedras, sino también la franja contenedora de cada calle y de cada esquina, la piedra maciza, plana y rectangularmente trabajada que todo lo contiene, lo sostiene, lo crea. No veo una piedra como esa en ninguna otra ciudad. Vamos bajando rápida y contenidamente, pero dependerá de que no pisemos a ningún transeúnte el que logre clavar el freno a fondo. Me esmero lo más posible con mis piernas de niño y alcanzo a frenar el rodar de las ruedas, aunque éstas sigan deslizándose torpemente por los húmedos adoquines. Lo logramos y en rojo llegamos a la línea peatonal que cambiaba justo a amarillo. Pasan algunos caminantes. Aprovechando el envión doblamos a la derecha, en donde vemos junto al puerto de A Coruña varios lugares libres para estacionar. Mi madre maneja el auto y lo estaciona. Antes de bajarse dice: “Voy a avisarle a papá que estacionamos acá”. Se baja y echa a andar. Yo apago el auto, bajo y golpeo el auto con el mismo volúmen de puerta.. 

El cielo despejado, brisa y el sol radiante. Sigo a la piedra rectangular lisa que todo lo contiene aunque aquí es de forma más angosta y más plana. La sigo y me va llevando hasta ver mis zapatillas blancas pisar sobre la arena. Me adentro en la arena de a poco. Empiezo a sentir la temperatura del aire volverse más fría. Los transeúntes que venían de la playa o se dirigían a caminar por el chocolate de Ferrol se abrigan con lo que pueden. Uno intenta abrir la sombrilla para esconderse del viento que se hace cada vez más frío, pero no más fuerte. Quizás pueda crear un espacio seguro dentro de la sombrilla, el cual resguardará el aire que su cuerpo calienta al caminar. Una señora sostiene su sombrero con fuerza mientras camina en contra del mar. Se acercan a mis zapatillas la punta de las lejanísimas olas. Observo con extrañeza a la espuma del mar cómo cruje sobre sí misma, implotando en milésimas de burbujas inverosímiles que sin poder salir se encuentran con una dura pared de hielo que les impide ser parte del otro aire. 

 

En todas partes sobre la arena parece repetirse este patrón de congelamiento. Al principio río creyendo dilucidar la cara de un pokemón en el patrón, pero ya de súbito no río más cuando el patrón se repite en todas las olas y en todas las profundidades congelando todas las superficies del mar. 

El mar se mantiene translúcido en las crestas y en las curvas de las olas. Es entonces cuando veo dentro de las olas brotes de papa. Detengo bruscamente a un hombre que viene caminando con su pareja e hija por la playa. Tomándolo del brazo y sin quitar mi mirada de las papas congeladas dentro del azulino hielo, le reclamo una explicación. “¿Qué… qué son esas cosas? “Eso son…”. Encantado por la pregunta y mi sorpresa que detona mi condición de turista y señalando al mar congelado que antes iba a su derecha, extendiendo sus dos brazos hacia el fenómeno, con las palmas abiertas y la cadera inclinada hacia adelante, posicionándose enteramente frente al mar, me responde: “El mar congelado absorbe las papas enterradas en la arena… ¡Lo hace cada año!”. Comienzo a preguntarme si sembrarán las papas los habitantes de esa ciudad y el hombre, adivinando mi pensamiento, agrega: “¡Qué va! No tenemos tanto tiempo” y su hija dice suavemente: “…ni tanta atención”. Sigo caminando observando a mi izquierda hileras e hileras de papas dentro del mar congelado.

De golpe otro hombre que pasa caminando golpea el hielo con el puño buscando perforar su superficie. La superficie se mantiene dura aunque sea delgada, como un vidrio derretido sobre la arena. El sol brilla fuertemente a pesar del frío. Las olas más altas aún se están congelando en su proceso de caída. Un animal que parece un caballo salvaje muy grande y peludo lucha contra una gran ola que en el proceso de congelarse rompe en su barriga congelando al noble animal con él. Al no estar tan cerca de la orilla el animal no logra despegarse del hielo que lo envuelve, primero por las patas, luego doblando sus rodillas y progresivamente petrificando cada poro de vida en él. La ola se congela en él llevándose su último respingo. Queda allí petrificado. Sigo caminando. Una madre grita al encontrar la ropa de su bebé dentro del mar unos centímetros más adentro de la primera ola congelada. Un bañador, una tela roja que aparenta ser una pequeña remera. Desconsolado, el padre golpea fuertemente el hielo, en vano. Desconsolados gritos. Sigo caminando.

Una hilera de mujeres jóvenes se acercan sobre sus caballos a mi derecha, por la parte elevada y seca de la arena. Las reconozco de la secundaria. Elina se acerca sobre el primer caballo, Mercedes en otro, Magdalena, Inés, Dolores… Algo me hace pensar que la fila sería interminable, o quizás llegaría hasta las 44 alumnas. Pienso que es suficiente si tan solo reparo en las primeras cinco o seis y ya no miro tan lejos.  Algo me hace acercarme al caballo de Elina y acariciarlo. Ella me saluda muy contenta: “¡Hola Jose!”. El pelaje oscuro azabache, el hocico caliente. Un elegante caballo, no menos podría esperarse para semejante mujer. Algo me hace notar que de las riendas cuelgan grandes nudos de hilos de cordones, como motivos decorativos mexicanos. Ella detiene su caballo y así también se detienen los caballos que vienen detrás, detrás. Escucho el paisaje, el relinchar. Algo me hace sentir al sol vibrando fuertemente. A lo lejos, en perspectiva, las tormentosas nubes bañadas por los fuertes rayos del sol del mediodía me hacen olvidar que siento frío.

Un repentino viento proviene del mar y pequeñas gotas me golpean la mejilla y la ropa. Volteo a mirar al mar y veo pegado a él a una forma, como la de una escultura, que se mueve despegándose del mar. La forma es de un duro color azul de hielo. Sigo la línea de su perfil hacia arriba encontrando que es tan alta como un rascacielos. Me le quedo mirando su parte más alta. Parece una gran Jota mayúscula con principio superior horizontal, la textura de sus contornos que habrían sido picados por los trazos de un gran cincel chato y los bordes redondeados notoriamente deforman a la letra de forma despareja y orgánica, pero sólida y flexible. La forma animada se mueve. Al girar sobre su eje y movilizar su base rompe una hilera de olas congeladas que le estaban adheridas en la base. El rompimiento de los hielos salpica y su agua me llega. La forma tiene decidido caer sobre el mar, rechina el movimiento de su escorzo, se suspende en el aire y se arroja de cabeza al hielo que se rompe. Reactiva al mar. Los caballos relinchan por detrás y seguramente se están asustando, dándole tarea a las jinetas. Cabalgan más arriba de la arena, hacia la calle de la ciudad que rodea a la playa. Sus patas saltan haciendo crujir la arena. La arena salta por entre sus piernas. Mis pies se humedecen y el mar brama violentamente. Fuertes ráfagas de viento y gotas saladas me golpean por ambos lados. Las olas se liberan de sus contornos de hielo, retomando la velocidad suspendida en sus crestas congeladas, las carreras de kilómetros golpeando finalmente contra la playa. El mar baja y sube fuertemente ocupando cada vez más espacio sobre la costa. Escalo a saltos de arena crujiente y blanda, como tantas otras personas, hacia la calle de la ciudad que rodea a la playa. Miro desde allí al mar bravo y frío que líquido y enviolentado olea en profundos azules y grises tormentosos bajo el sol.

Camino ahora por la calle de asfalto hacia una esquina antigua donde encuentro el hermoso y ornamentado edificio Casa Rey. Esta versión del edificio es de piedra maciza de un blancuzco cálido. Saco la llave de mi campera. Me acerco a la gran puerta de madera y giro el picaporte. Mis padres tienen un piso allí. Subo por la corta escalera de cuatro escalones de mármol al primer nivel. Abro otra puerta. Luego de traspasar alguna sala, a la cual no le presto atención ni visual ni sensorial, entro a mi habitación. El recinto es principalmente de madera. El suelo es un parquet antiguo alemán muy bien mantenido, al fondo en ochava tres ventanas altas con marcos de madera pintados de blanco y estructura de piedra. La pared de la izquierda es toda de madera. La compone un relieve que habría sido labrado por un fino ebanista, la textura simula una enredadera de hojas medianas. El color natural de la madera es de un marrón claro tratado con óleos que lo oscurecen y protegen, así como acentúan el olor a madera en el gran recinto. Dejo mis cosas sobre el suelo, una mochila negra y el abrigo, cerca la otra pared que es de un antiguo o renovado estuco ecológico de color crema rosáceo-amarillento. Los muros ayudan a la luz a mantenerse dentro del gran recinto. Veo anillos gordos de madera de distintos tonos rojizos y oscuros colgados decorando la pared de madera y los sigo con la mirada, notando cuán alta es esta pared y la habitación entera. Quizás cuatro metros caben hasta el techo, en el cual veo lo que es de esperarse, líneas decorativas en estuco sobresaliente. Siento una presencia cerca de mi lado izquierdo. La mirada va bajando por la pared y encuentra una línea horizontal oscura. Me acerco a ver de qué se trata y encuentro que es la hendidura de una puerta, cuyos bordes sigo y cuyo picaporte encuentro también labrado. Encuentro la cerradura de bronce, la noto bloqueada desde adentro. Sé que la puerta está bloqueada completamente. A su lado otra puerta, más alta, probablemente perteneciente a un pasillo que habría sido rellenado a tiempo por el mismo ebanista, respetando el diseño a tono. El piso había sido dividido en tres viviendas privadas. 

Giro hacia mi izquierda para experimentar la presencia. La luz se oculta y la habitación oscurece. La luz de una vela alumbra una pieza de madera en horizontal sobre la cual dos personas cuyos rostros no veo pintan con finos y largos pinceles. Cada persona pinta con un color, negro o blanco, al óleo. Me acerco, y me siento sobre mis rodillas al lado de una de estas personas. Los observo mover las puntas de los pinceles sobre previas manchas de óleo rojizas, marrones y negras. La persona a mi lado me percibe observar su trazo y mantiene el silencio. La segunda persona me quiere enseñar cómo hacer sus líneas blancas. Lo miro con solemne atención para hacerle sentir escuchado. Cada cosa que dice, las instrucciones de cómo mover el pincel para generar la curva interior gruesa y chata de la línea, yo ya lo sé, pero no dejo de venerarle mi atención porque encuentro fascinante y reconfortante verle hacer lo que yo haría en su lugar. Observo cómo su pincel arrastra el color blanco sobre las aún húmedas superficies de óleo, manchando y marcando el trazo de las cerdas. 

Me alejo un poco de los dos hombres. Giro sobre mi eje y me vuelvo hacia el ventanal que me encandila de golpe con tanta luz. Algo acerca de los marcos de madera pintados pulcramente de blanco me hacen sentir que las nubes que pasan por fuera saben a mar, que el aire corre frío, no tan lejos el mar está bravío y que los rayos del sol todo lo saben, porque todo lo miran y todo lo tocan. 

 

Sueño de siesta

“Es que somos como novios!” me dijo justo antes de que colgase el teléfono cuando me acosté para dormir una siesta.

Sueño de siesta: ” Mi padre maneja la gran camioneta econolyne Volkswagen de vidrios oscuros con la que recorrimos la Argentina y mi madre va de copiloto. Llegamos a un pueblo en el sur de España que está cerca del mar. Estamos buscando el hotel donde vamos a parar. Como quien pasea siguiendo la rambla mi padre maneja por una calle rojiza aledaña al mar.  Sin previo aviso, tras un giro, la calle se vuelve angosta, de un solo carril, plana como cemento liso y muy pero muy empinada. Cada unos 50 a 100 metros la calle vuelve a posición cero. Subimos así cuatro y veces veces la empinada calle. Entonces noto que estamos subiendo por sobre los tejados de todas las casas del pueblo que dan como un gran frontón frente al mar. Estamos como a 1000 metros de altura y la calle es tan angosta como apenas medio metro más de la camioneta para ambos lados, sin banquina, sin protección alguna. En la última subida la calle se había vuelto anaranjada, quemados por el sol los tejados rojizos y por los cuales no podemos transitar porque nos obstaculizan dos chimeneas de barro. Paisaje rojizo-anaranjado terraza ondulante con chimeneas de barro.

Entonces mi padre comienza la marcha atrás. Observo cenitalmente a la camioneta hacer zigzagueos muy peligrosos en reversa, desandando fluidamente la cornisa sin guardabarros de todas esas casas por las que habíamos subido. El estómago se me da vuelta y el vértigo me aturde los oídos. Me agacho detrás de su asiento y cierro los ojos esperando a que el mal momento pase, o que nos caigamos por el borde hacia el precipicio del mar, o que… De un salto salgo de mi escondite valientemente a preguntarle: “Papá, ¿Cómo deseas que te ayudemos?”. Atareado pero amable me pregunta en qué y entonces al mirar por la ventana veo que ya estamos andando por lo bajo, al lado del mar. Sigue consternado porque no encuentra una sola playa que no esté protegida y, por ende, en la que valga la pena estacionar. “¿Cómo que protegida?” Le pr3gunto. Miro mejor y veo que en absolutamente todas las posibilidades de un pequeño espacio de arena para poner un solo pien en el mar y refrescarse con la suave rompiente de las olas contenidas en el arresife, han instalado alambres de púas que cruzan en hileras por entre medio de las olas y los médanos. Las líneas de púas son sostenidas por postes de madera sólidamente instalados, mojados y mantenidos en invierno una vez al año, de cuyas bases crecieron plantas como espinillos amarillos de mar, que refuerzan la protección y le hacen a uno imposible entrar en el mar. “Nos obligan a buscar los lugares que sólo ellos permiten”, pienso. Y seguimos andando. Mi corazón descansa de que el vértigo ya paró, no me preocupa no poder meterme al mar, aunque sí sea un enorme desperdicio de belleza. “

Le llamo y le confieso que no puedo corresponderle.

Luego de la llamada siento cómo las líneas de almabre de púas se deslizan, liberando al mar.

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